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Historia de la Primera Máscara de Lucha Libre

Don Antonio H Martínez, era originario de León, Guanajuato, y sabía el negocio de la zona: tratar el cuero para hacer calzados. Fue así como decidió probar fortuna en la capital de país.

Tras laborar en una empresa textil, estableció un taller de calzado donde hacia zapatos deportivos, particularmente para boxeadores. Corrían los años 30 cuando la lucha libre, era un nuevo deporte traído de Estados Unidos, llamo su atención.

Pronto se convirtió en un fanático que no faltaba a las funciones. Así consiguió la amistad de un exponente llamado el Charro Aguayo. El joven zapatero lo seguía en sus combates, le cargaba la maleta y lo levantaba cada vez que se caía fuera del Ring. Pronto fraternizado. De este modo, Aguayo, informado sobre la profesión de su nueva amistad, le pidió unas botas para lucha, pues era común utilizar las de boxeadores.

Se necesitaban unos zapatos que no tuvieran una suela tan delgada, propia de un deportista que se mueve con las puntas de los pies, para lograr un producto capaz de reforzar la planta y amortiguar todas las pericias que se hacen sobre el cuadrilátero.

Así inicio una moda que se convertía en una tradición y en la disciplina. Rápidamente el taller de Don Antonio H. Martínez se consolido como fabricante de las innovadoras botas y se transformo en una referencia obligada para todos los interesados en este deporte.

Las creaciones de Antonio Martínez no terminaron ahí y su influencia en la lucha libre seria más fuerte con el paso de los años. Esta historia se completa con la anécdota de la visita que hizo al modesto taller el Ciclón McKey, un irlandés que era la atracción del momento.

Corría el año de 1933. En esa ocasión, el Ciclón pidió una capa que le cubriera la cara a modo de antifaz y que le fuera difícil a los luchadores arrebatársela. Acepto el reto. Tomo una serie de medidas de la cabeza y prometió la entrega unos días después. Para disgusto del gladiador, el trabajo no estuvo listo a tiempo, y lo peor del caso es que el antifaz, fabricado con piel de galce de cabra, le quedaba pequeño. Fue un fracaso. Inicio una discusión entre los involucrados, y todo acabo con el dinero tirado en el suelo, como consecuencia de la ira que siente un cliente defraudado.

El negocio de las máscaras estaba terminado. Al menos esa idea le redondó en la cabeza por unos meses, hasta que volvió a presentarse McKey en el taller con una gran sonrisa y con la idea de adquirir seis máscaras. La decisión del luchador extrañó al entonces peletero, quien rechazó la oferta, que incluía recuperar material desperdiciado en la ocasión anterior y una mejor paga en el futuro. Con súplicas de por medio, finalmente llegaron a un acuerdo.

Según el relato Don Antonio ya sabia donde había cometido los errores, por lo que decidió tomar nuevas medidas del cráneo del luchador, 17 en total, que hasta el día de hoy constituye el mejor secreto de la empresa.

Las razones por las que el irlandés regresó fueron porque alrededor del mundo ningún artesano pudo hacer el trabajo del guanajuatense. De hecho, hubo quienes le aseguraron que nadie le podía hacer una careta con esa cualidad. Y no dudó en regresar.

La conclusión del experimento fue una máscara dócil como un guante, y cuyo material, la piel, asentaba mejor tras cada función. Lo demás es historia conocida. Las máscaras son uno de los elementos que dan vida a la lucha libre, un deporte y espectáculo arraigado en los gustos del mexicano.

Y así surgieron personajes como el primer luchador Mexicano con mascara Murciélago Velásquez, el Santo entre muchos otros.